lunes, 24 de julio de 2023

A Diogneto (I - VI)

I. Puesto que te veo, excelentísimo Diogneto, sumamente deseoso de conocer el modo de adorar a Dios que prevalece entre los cristianos, e inquiriendo muy cuidadosa y seriamente acerca de ellos, en qué Dios confían, y qué forma de religión observan, de modo que miran con desprecio al mundo mismo, y desprecian la muerte, mientras que ni estiman como dioses a los que son tenidos por tales por los griegos, ni se atienen a la superstición de los judíos; y cuál es la naturaleza del afecto que abrigan entre ellos; y por qué, en fin, esta nueva clase o práctica de piedad sólo ahora ha entrado en el mundo, y no hace mucho tiempo; acojo cordialmente este tu deseo, e imploro a Dios, que nos permite tanto hablar como oír, que me conceda hablar así, para que, sobre todo, pueda oír que has sido edificado, y a ti oír así, para que yo, que hablo, no tenga motivo de arrepentimiento por haberlo hecho.

II. Así, pues, libérate de todos los prejuicios que poseen tu mente y deja a un lado lo que estas acostumbrado pero en realidad te extravía, y pasa a ser un nuevo hombre, por así decirlo, desde el principio, como uno que escucha una historia nueva, tal como tú has dicho de ti mismo. Ven y contempla, no sólo con tus ojos, sino con tu entendimiento, la sustancia y la forma de aquellos a quienes declaráis y consideráis dioses. ¿No es uno de ellos una piedra semejante a la que nosotros pisamos? ¿No es un segundo de bronce, en nada superior a los vasos que se construyen para nuestro uso ordinario? ¿No es un tercero de madera, ya podrida? ¿No es un cuarto de plata, que necesita de un hombre que la vigile, para que no la roben? ¿No es un quinto de hierro, corroído por la herrumbre? ¿No es el sexto vajilla de barro, en ningún grado más valiosa que la que se forma para los propósitos más humildes? ¿No son todos de materia corruptible? ¿No se fabrican con hierro y fuego? ¿No creó el escultor uno, el brasero otro, otro el platero, y otro el alfarero? Antes de ser formados por la destreza de estos artesanos ¿no habría sido posible a cada uno de ellos cambiarles la forma y hacer que resultaran otros utensilios diversos? Las cosas que ahora son vasijas, formadas de los mismos materiales, ¿no llegarían a ser como tales, si se encontraran con los mismos artífices? ¿No podrían estas cosas, que ahora son adoradas por vosotros, volver a ser hechas por los hombres recipientes semejantes a otros? ¿No son todos sordos? ¿No son ciegos? ¿No están sin vida? ¿No están desprovistos de sentimientos? ¿No son incapaces de movimiento? ¿No se pudren todos? ¿No son todas corruptibles? A estas cosas llamáis dioses; a éstas servís; a éstas adoráis; y os hacéis totalmente semejantes a ellas. Por eso odiáis a los cristianos, porque no las consideran dioses. Pero vosotros, que ahora pensáis y suponéis que son dioses, ¿no los despreciáis mucho más que los cristianos? ¿No os burláis mucho más de ellos y los insultáis cuando adoráis a los que son de piedra y loza, sin poner a nadie que los custodie, mientras que a los que son de plata y oro los encerráis de noche y ponéis vigilantes que los cuiden de día, para que no los roben? Y con los regalos que creéis hacerles, ¿no los castigáis más bien que honrarlos si son sensibles? Pero si, por el contrario, son insensibles, los reprocháis de este hecho, al propiciarles con sangre y humo de sacrificios. ¡Que alguno de vosotros sufra tales indignidades! ¡Que cualquiera de vosotros soporte que le hagan tales cosas. Pero ni un solo ser humano, a menos que se vea obligado a ello, soportará tal trato, ya que está dotado de sensibilidad y razón. Una piedra, sin embargo, lo soporta fácilmente, ya que es insensible. Ciertamente no demuestras con tu conducta que tu dios posea sensibilidad. Y en cuanto al hecho de que los cristianos no acostumbran a servir a tales dioses, fácilmente podría encontrar muchas otras cosas que decir; pero si incluso lo que se ha dicho no le parece a nadie suficiente, considero inútil decir nada más.

III. Y a continuación, me imagino que usted está muy deseoso de escuchar algo sobre este punto, que los cristianos no observan las mismas formas de culto divino que los judíos. Los judíos, sí se abstienen de la clase de servicio antes descrito, y consideran apropiado adorar a un solo Dios como Señor de todos; pero si le ofrecen culto en la forma que hemos descrito, yerran grandemente. Porque mientras los gentiles, al ofrecer tales cosas a los que están desprovistos de sentido y oído, dan un ejemplo de locura, los judíos, por otro lado, al pensar en ofrecer estas cosas a Dios como si Él las necesitara, deberían considerarlo más bien un acto de locura que de adoración divina. Porque Aquel que hizo el cielo y la tierra, y todo lo que hay en ellos, y nos da todo lo que necesitamos, ciertamente no requiere ninguna de aquellas cosas que Él mismo otorga a aquellos que piensan en proporcionárselas. Pero los que creen que, por medio de la sangre y el humo de los sacrificios y holocaustos, le ofrecen sacrificios aceptables, y que con tales honores le muestran respeto, éstos, al suponer que pueden dar algo a Aquel que no necesita nada, no me parece que difieran de los que confieren el mismo honor a cosas carentes de sentidos y que, por tanto, no pueden disfrutar de tales honores.

IV. Pero en cuanto a sus escrúpulos con respecto a las carnes, y su superstición con respecto a los sábados, y su jactancia acerca de la circuncisión, y el disimulo de sus ayunos y lunas nuevas, no creo que necesites aprender de mí que son completamente ridículas e indignas de atención. Porque, aceptar algunas de las cosas que han sido formadas por Dios para el uso de los hombres como correctamente formadas, y rechazar otras como inútiles y redundantes, ¿cómo puede ser esto lícito? Y hablar falsamente de Dios, como si Él nos prohibiera hacer lo que es bueno en los días de reposo ¿cómo no es esto impío? Y gloriarse de la circuncisión de la carne como prueba de la elección, y como si, a causa de ella, fuesen especialmente amados por Dios ¿no es esto ridículo? Y en cuanto a su observancia de meses y días, así como de las estrellas y la luna, y su distribución, y distinguir la ordenación de Dios y los cambios de las estaciones según sus propios impulsos, haciendo unas para festividades, y otras para el luto, ¿quién consideraría esto parte del culto divino, y no más bien una manifestación de locura? Supongo, pues, que estáis suficientemente convencidos de que los cristianos se abstienen de la vanidad y el error comunes tanto a judíos como a gentiles, y de la excesiva meticulosidad y la vana jactancia de los judíos; pero no esperéis aprender de ningún mortal el misterio de su particular modo de adorar a Dios.

V. Porque los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el país, ni por la lengua, ni por las costumbres que observan. Pues ni habitan ciudades propias, ni emplean una forma peculiar de hablar, ni llevan una vida que se distinga por alguna singularidad. El curso de conducta que siguen no ha sido ideado por ninguna deliberación de hombres inquisitivos; ni tampoco, como algunos son, se proclaman defensores de ninguna doctrina meramente humana. Pero, habitando tanto ciudades griegas como bárbaras, según ha determinado la suerte de cada uno de ellos, y siguiendo las costumbres nativas en cuanto a vestido, comida y el resto de su conducta ordinaria, nos muestran su maravilloso y sorprendente modo de vida. Viven en sus propios países, pero simplemente como forasteros. Como ciudadanos, comparten todo con los demás y, sin embargo, soportan todas las opresiones como si fueran extranjeros. Todo país extranjero es para ellos como su país natal, y cada tierra de su nacimiento como una tierra de extranjeros. Se casan, como todos los demás; engendran hijos, pero no destruyen su descendencia (con abortos). Tienen una mesa común, pero no una cama común. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan sus días en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen las leyes prescritas, y, al mismo tiempo, las superan con su vida. Aman a todos los hombres, y son perseguidos por todos. No se hace caso de ellos, y, pese a todo, se les condena. Son condenados a muerte y aún así están revestidos de vida. Son pobres, pero enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo; son deshonrados, pero en su misma deshonra son glorificados. Se habla mal de ellos, y sin embargo son reivindicados; son injuriados, y ellos bendicen; son insultados, y devuelven respeto; hacen el bien, y sin embargo son castigados como malhechores. Cuando son castigados, se regocijan como si hubieran vuelto a la vida; son atacados por los judíos como extranjeros, y son perseguidos por los griegos; sin embargo, aquellos que los odian son incapaces de dar ninguna razón para su odio.

VI. Para resumirlo todo en una palabra: lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está dispersa por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos están dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no es del cuerpo; y los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo [Juan 17:11, 14, 16]. El alma invisible es guardada por el cuerpo visible, y se sabe que los cristianos están en el mundo, pero su religión permanece invisible. La carne odia al alma y lucha contra ella, aunque no sufre ningún daño, porque se le impide disfrutar de los placeres; el mundo también odia a los cristianos, aunque no recibe ningún daño de ellos, porque renuncian a los placeres. El alma ama a la carne que la odia, y a los miembros; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero conserva ese mismo cuerpo; y los cristianos están encerrados en el mundo como en una cárcel, pero ellos mismos preservan el mundo. El alma inmortal habita en un tabernáculo mortal; y los cristianos moran como moradores en cuerpos corruptibles, esperando una morada incorruptible en los cielos. El alma, cuando está mal provista de alimento y bebida, se vuelve mejor; y lo mismo los cristianos cuando son castigados aumentan en número cada día. Dios les ha asignado esta ilustre posición, que les sería ilícito abandonar.

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