No
hagan tampoco oración como los hipócritas, sino como el Señor lo ha mandado en
su Evangelio. Ustedes orarán así: «Padre nuestro que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como
en el cielo; danos hoy nuestro pan cotidiano; perdónanos nuestra deuda como
nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos induzcas en tentación, sino
líbranos del mal, porque tuyo es el poder y la gloria por todos los
siglos.»Oren así tres veces al día. (Didaché - 80-140 d.C.)
Ante
todo no quiso el Doctor de la paz y Maestro de la unidad que orara cada uno por
sí y privadamente, de modo que cada uno, cuando ora, ruegue sólo por sí. No
decimos «Padre mío, que estás en los cielos», ni «el pan mío dame hoy»… Es
pública y común nuestra oración, y, cuando oramos, no oramos por uno solo, sino
por todo el pueblo…
Así,
dice, deben orar: Padre nuestro, que estás en los cielos: «Padre», dice en
primer lugar el hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia,
porque ya ha empezado a ser hijo…
Hágase
tu voluntad, así en la tierra como en el cielo: Añadimos después esto:
«Cúmplase tu voluntad en la tierra como en el cielo». No en el sentido de que
Dios haga lo que quiere, sino en cuanto nosotros podamos hacer lo que Dios quiere.
Pues ¿quién puede estorbar a Dios de que haga lo que quiera? Pero porque a
nosotros se nos opone el diablo para que no esté totalmente sumisa a Dios
nuestra mente y vida, pedimos y rogamos que se cumpla en nosotros la voluntad
de Dios; y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad,
es decir, de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias
fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios… La voluntad de Dios es la
que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva
en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en
las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se hacen,
guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es
Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco Él
antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su
cruz con fortaleza y confianza; si se ventila su nombre y honor, mostrar en las
palabras la firmeza con la que le confesamos; en los tormentos, la confianza
con que luchamos; en la muerte, la paciencia por la que somos coronados. Esto
es querer ser coherederos de Cristo, esto es cumplir el precepto de Dios, esto
es cumplir la voluntad del Padre… (Cipriano - 250 d.C.)
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